domingo, 19 de julio de 2015

Los funcionarios de seguridad pública, la violencia y el crimen organizado en los inicios de nuestros neoliberales tiempos

Al preguntársele a Sergio Aguayo en 2002 sobre el poder político que en su abundancia se precipita con descaro a actos criminales, luego de una recapitulación histórica encuentra el caso emblemático de Javier Coello Trejo.
A este fiscal de hierro de la procuraduría general de justicia a partir de 1988, Calderoni rendirá cuentas desde entonces. En su gestión se le acusa de más de ochocientas violaciones a los derechos humanos. Algunas repiten el proceder en Chihuahua durante los interrogatorios a una pareja de acusados que no se reconocen como narcotraficantes: Armando Prado Mena fallece por las lesiones de la tortura y a Emiliano Olivas Madrigal lo arrojan desde un sexto piso.
Tres casos desbordan las fronteras: el asesinato de Norma Corona Sapién, la compañera de oficio de Digna Ochoa que en Sinaloa investiga la responsabilidad de un subalterno de Coello en la muerte de cuatro personas y los hermanos Quijano Santoyo.
En el tercero, al amanecer un grupo de agentes baja de una Suburban roja y un Topaz sin placas, y allana las casas de tres estudiantes venezolanos y de un abogado. Al día siguiente la esposa de unos de los jóvenes acude a las oficinas de la Judicial Federal y ve la caminera. Veinte días después en una fosa de dos metros de profundidad aparecen los cadáveres de los cuatro secuestrados, con huellas de tortura y orificios de bala.
El tipo de hombres causantes de estos actos forma la escolta del subprocurador de delitos contra la salud, a la que al poco se le comprueba un para ella alegre jugueteo en el sur de la ciudad de México: ultrajar mujeres. Diecinueve son animadas a levantar cargos. Ni eso ni las recomendaciones de organismos nacionales e internacionales le valdrán castigo directo o indirecto al hombre que Salinas encargó para dar el primer, trascendental golpe dentro del régimen, apresando a Joaquín Hernández Galicia, la Quina, el poderosísimo líder del sindicato petrolero.
En 1993 y para escapar en unos años, cae preso Joaquín el Chapo Guzmán. Las primeras versiones, desmentidas luego, aseguran se encontraba en un rancho de Coello.
El fiscal de hierro parece un personaje que ilustra a la perfección cómo la violencia del régimen priista muda con el peculiar neoliberalismo autóctono. Un periodista de su nativo estado de Chiapas, resume así la historia previa:
“…tuvo, desde sus inicios como agente del Ministerio Publicó en Chiapas, fama de ´duro´, de arreglar sus asuntos por la fuerza pasando por encima de leyes y autoridades. 
“Según el expediente elaborados por  las instituciones de inteligencia del país, el cual consta de mas de 100 paginas, dentro de sus actividades políticas, afiliado al PRI, tuvo cargos administrativos en los gobiernos estatal y federal…
“En Chiapas fue agente del Ministerio Publicó del Fuero Común; secretario general del procurador general; director de la Policía Judicial Estatal en la Procuraduría General de Chiapas; agente del Ministerio Publicó Federal Especial; secretario general de Gobierno en el periodo Absalon Castellanos Domínguez en 1983, de donde es destituido en 1984…
“Su fama como hombre rudo empezó en 1977. Es entonces cuando el presidente de la republica José López Portillo lo designa fiscal especial para el combate a la corrupción, en donde dirigió las investigaciones para consignar a Fausto Cantu Peña, exdirector del inmecafé; Félix Barra García, ex secretario de Comunicaciones y Transportes. Todos ellos funcionarios durante el régimen de Luis Echeverría Álvarez.”
De una dureza y una ambición singulares sirve al régimen tradicional, en resumen, de gran látigo presidencial que castiga a los funcionarios incómodos. Las mudanzas sexenales lo envían de regreso a su estado “ya con fama de rudo”, en carácter de secretario de gobierno del nuevo mandatario local, Absalón Castellanos, de triste recuerdo para sus paisanos, entre otras cosas por los golpes a una movilización campesina sin precedentes próximos, en la misma región de Los Altos donde surgirá el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
Por el cargo, Coello sin duda tiene en ello un papel de primera línea, que no incluye el periodista a quien citamos.
¿Hablamos de un fenómeno nuevo en el México que desde los años cuarenta es la "dictadura perfecta"? Sí y mi trabajo no está en capacidad de explicarlo según se debe: responde con generalidades e ilustra, sobre todo. 
Por esos tiempos Carlos Montemayor, a quien citaré frecuentemente, escribe La guerra en el paraíso, una novela testimonial sostenida por abundantísima, confiable documentación que el Estado mantiene en secreto. Es sobre la primera etapa de la guerra sucia en Guerrero, durante el periodo 1969-1979. 
Mucho después una Comisión de la Verdad (ComVerdad) guerrerense prueba lo que el escritor recreó.
Entre las muchas prácticas sobrecogedoras registra una detallada por "Gustavo Tarín, quien formó parte del grupo de información de inteligencia de la policía militar dirigido por el general Quiroz Hermosillo, integrado por 100 elementos de la Policía Militar y 40 civiles.” En un momento el alto mando del ejército en la zona lo nombra “Director de Protección y Seguridad Pública del Estado de Guerrero y Subdirector de la Policía Judicial del Estado de Guerrero encargado de las dos costas, y quedó a cargo de la lucha contra la guerrilla”. Según él “de 1974 o 75 a 1981 detuvieron a cerca de 1500 personas, a las que sometían a investigación e interrogatorios en los separos de las oficinas de Policía y Tránsito de la ciudad de Acapulco, Guerrero, que conocían como ´el Metro´, porque era un espacio muy reducido. Que a esas oficinas se presentaban, por encargo del entonces Gobernador Rubén Figueroa Figueroa, varios agentes del Ministerio Público del fuero común para conversar con los detenidos y saber si deseaban amnistiarse (…) Si los detenidos no aceptaban la amnistía, se les llevaba a la Base Militar Pie de la Cuesta. Los guerrilleros, atados y vendados, eran (…) conducidos uno a uno hasta el banquito de fierro que conocían como ´El banquito de los acusados´, y ya en este lugar, se les sentaba con la creencia que los iban a fotografiar.” Una vez allí eran ejecutados por los mandos supremos “con un disparo en la nuca con una pistola calibre 380, que tenía adaptado un “moflecito” (un silenciador). Inmediatamente después se les colocaba sobre la cabeza una bolsa de nailon que se les ataba al cuello para evitar que quedaran rastros de sangre. Siempre se usó la misma pistola, por lo que la bautizaron como ´la espada justiciera´.
“Realizado este procedimiento, generalmente eran 14 0 16 personas, se colocaban dentro de costales de yute, se le ponían unas piedras y se cosían, para después ser transportados en carretilla hasta el avión Arava del Ejército Mexicano que se colocaba en la pista (…) y los conducían a un lugar conocido como ´la Costa de Oaxaca´, por lo que la operación era conocida entre ellos como ´vuelos a Oaxaca´. Había ocasiones en que el avión Arava hacía 3 ó 4 vuelos en una sola noche, aproximadamente de diez de la noche a las cuatro o cinco de la madrugada, para llevar a los cadáveres hasta la costa de Oaxaca. Así fueron ejecutadas o desaparecidas más de 1500 personas.” 
A un mecánico de aviones se “le gravó que en algunas ocasiones se dio cuenta que el personal que supuestamente estaba muerto todavía iba vivo, agonizante y después los tiraban al mar sin que fuera un lugar exacto, pero para tirar los cuerpos al mar el avión bajaba casi a nivel del mar(…) Durante su comisión se trasladó de 120 a 150 cadáveres, pero habría que checar en la bitácora pues podían ser cinco seis, siete, máximo ocho personas cada ocasión”. De acuerdo a este testimonio las personas “eran de todos los lugares, también de buena situación económica, ingenieros, doctores del pueblo, licenciados, de todo tipo. Cuando eran mujeres les ofrecían que si tenían sexo, al llegar a Guerrero las dejarían en libertad y en su caso a los esposos. En algunas ocasiones aceptaron pero nunca, que él viera, las liberaron.”
Antes de los neoliberales tiempos, pues, el Estado mexicano es sobradamente capaz de las mayores brutalidades.
Tampoco resultan por completo nuevos los funcionarios encargados de la seguridad, que hacen negocio con ello. Recordamos a Alfredo Ríos Galeana, un militar de las fuerza de élite contrainsurgente que en los 1970s dirigió el Batallón de Radiopatrullas del Estado de México (Barapem), aterrorizando a la población. 
El tipo se convertiría en el enemigo público número uno del país, al formar una banda de asaltabancos y secuestradores que con frecuencia asesinaba a las víctimas. Pero sintomáticamente lo haría a partir de 1981, cuando el nuevo modelo económico y político empezó a abrirse paso con la candidatura presidencia de Miguel de la Madrid. En 84 lo capturan, dos años más tarde se fuga peliculescamente y da pie así al aire romántico con que luego serán aureolados los criminales.